De cuando volví los pasos hasta el punto de partida
La lluvia se ha prolongado desde anoche, golpeando el techo sin cesar. Cada gota cae lentamente por la ventana. Cada gota inunda mis recuerdos y nubla el camino de retorno a casa.
Creo que ya está por amanecer y aún no hay signos de estar cerca. Siento que puedo verme como en un espejo, mientras escribo estas líneas, recostado en el ultimo asiento del bus, y observando las idas y venidas de tantos caminos que recorremos antes de llegar.
Fue exactamente hace siete años que dejé el aroma hogareño de las seis de la tarde, el placer de un beso en la frente al despertar, la confianza de un plato caliente al volver a casa tras una larga jornada y los cuidados en las noches de fiebres salvajes.
No sé ni como, pero cogí aquella mochila vieja que tanto me gustaba, en la que solo entraba un poco de ropa, llené un par de libros y junté todas las monedas que encontré o que se escondían de mí.
Decidí abrir la ventana de mi habitación y alzar la vista hasta mucho más allá de la selva de concreto. Decidí surcar nuevos mares y retar al destino tratando de encontrar algún talismán sagrado, algún cáliz medieval, alguna espada luminosa que me guie hasta las respuestas de los porqués de toda mi vida.
Es obvio que en casa nadie estuvo de acuerdo con mis ansias de aventura. ¿Qué vas hacer cuándo tengas hambre?, ¿acaso tienes suficiente dinero?, ¿si tú no sabes ni cocinar?, ¡aún eres un bebé! –fueron las primeras sentencias que escuché de mi madre-, pero ni eso me detuvo. La cogí de los hombres, un beso en la frente, luego una larga explicación y a echarme a andar.
Lo hice y no tuve miedo. Me fui de casa tras mi propia casa, tras mi propia vida, sabiendo que podía morir en el intento, pero aún me reconfortaba saber que si fallara, habría valido la pena correr por cuenta propia.
Lo primero que hice fue contar mis monedas, curiosamente solo tenía pocas de color blanco y muchas amarillas. ¿Qué haría con eso? Luego respiré profundamente, conté hasta diez para calmar mis nervios de la soledad y subí a uno y otro bus, a uno y otro camión, a uno y otro auto. Muchas veces no pagaba nada y otras me las ingeniaba para cubrir esos gastos.
Fue así, entre viajes, entre comidas baratas, entre dormitar en parques, en cocheras, en hostales, en sofás, en los brazos de alguien y bajo alguna gotera, que la vida fue dándome lecciones.
Conocí desde el infortunio hasta la opulencia, desde la desdicha hasta las carcajadas más estruendosas, desde los llantos más lastimeros hasta los abrazos más sinceros. Desde las culpas hasta los indultos, desde los puñales tras la espalda, hasta los pasos más sinceros.
Esas lecciones curtieron mi alma y mi piel, me enseñaron a caminar con cuidado sin pisar las hojas que nacen entre las grietas del cemento. Aprendí a mirar en todos lados y a todos, como iguales. Aprendí a buscar lo imposible y tallar recuerdos en los corazones más cercanos.
Comprendí el valor de la valentía y el arrojo, comprendí que en medio de las lágrimas puede brotar una sonrisa y comprendí lo que era extrañar, a quien más se quería. Creo que por fin había descubierto quien era yo.
Con todo eso dentro de mi mochila, que seguía siendo la misma, emprendí el retorno a casa, esta vez, era otro el que tocaría la puerta. Aún así, algunos miedos y preguntas asaltaban mi tranquilidad. Ni siquiera sabía si los encontraría allí mismo, pues nunca tuve más comunicación con ellos, con mis padres.
Al fin, el bus se ha detenido y anuncia que este es el último paradero. Al instante tomo mis cosas y bajo enseguida a tierra firme tras un largo viaje. Camino y camino, una y otra cuadra, hasta llegar a donde sabía que me esperarían.
Cuando volteaba la esquina, próxima a mi hogar, todo me parecía raro y un aire a tristeza me invadió. No hallé más mi casa, era solo un montón de concreto tapado con cartones o más ladrillos que cubrían las ventanas.
EN VENTA, rezaba un letrero viejo en la puerta y confundido aún, pregunté a una señora que pasaba, por los dueños de aquella casa. “Hace seis años que fallecieron, joven. Primero fue la señora y luego su esposo y como nadie reclamó por la casita, creo que la municipalidad la está vendiendo”. El frio y las preguntas volvieron a mi.
La lluvia se ha prolongado desde anoche, golpeando el techo sin cesar. Cada gota cae lentamente por la ventana. Cada gota inunda mis recuerdos y nubla el camino de retorno a casa.
Creo que ya está por amanecer y aún no hay signos de estar cerca. Siento que puedo verme como en un espejo, mientras escribo estas líneas, recostado en el ultimo asiento del bus, y observando las idas y venidas de tantos caminos que recorremos antes de llegar.
Fue exactamente hace siete años que dejé el aroma hogareño de las seis de la tarde, el placer de un beso en la frente al despertar, la confianza de un plato caliente al volver a casa tras una larga jornada y los cuidados en las noches de fiebres salvajes.
No sé ni como, pero cogí aquella mochila vieja que tanto me gustaba, en la que solo entraba un poco de ropa, llené un par de libros y junté todas las monedas que encontré o que se escondían de mí.
Decidí abrir la ventana de mi habitación y alzar la vista hasta mucho más allá de la selva de concreto. Decidí surcar nuevos mares y retar al destino tratando de encontrar algún talismán sagrado, algún cáliz medieval, alguna espada luminosa que me guie hasta las respuestas de los porqués de toda mi vida.
Es obvio que en casa nadie estuvo de acuerdo con mis ansias de aventura. ¿Qué vas hacer cuándo tengas hambre?, ¿acaso tienes suficiente dinero?, ¿si tú no sabes ni cocinar?, ¡aún eres un bebé! –fueron las primeras sentencias que escuché de mi madre-, pero ni eso me detuvo. La cogí de los hombres, un beso en la frente, luego una larga explicación y a echarme a andar.
Lo hice y no tuve miedo. Me fui de casa tras mi propia casa, tras mi propia vida, sabiendo que podía morir en el intento, pero aún me reconfortaba saber que si fallara, habría valido la pena correr por cuenta propia.
Lo primero que hice fue contar mis monedas, curiosamente solo tenía pocas de color blanco y muchas amarillas. ¿Qué haría con eso? Luego respiré profundamente, conté hasta diez para calmar mis nervios de la soledad y subí a uno y otro bus, a uno y otro camión, a uno y otro auto. Muchas veces no pagaba nada y otras me las ingeniaba para cubrir esos gastos.
Fue así, entre viajes, entre comidas baratas, entre dormitar en parques, en cocheras, en hostales, en sofás, en los brazos de alguien y bajo alguna gotera, que la vida fue dándome lecciones.
Conocí desde el infortunio hasta la opulencia, desde la desdicha hasta las carcajadas más estruendosas, desde los llantos más lastimeros hasta los abrazos más sinceros. Desde las culpas hasta los indultos, desde los puñales tras la espalda, hasta los pasos más sinceros.
Esas lecciones curtieron mi alma y mi piel, me enseñaron a caminar con cuidado sin pisar las hojas que nacen entre las grietas del cemento. Aprendí a mirar en todos lados y a todos, como iguales. Aprendí a buscar lo imposible y tallar recuerdos en los corazones más cercanos.
Comprendí el valor de la valentía y el arrojo, comprendí que en medio de las lágrimas puede brotar una sonrisa y comprendí lo que era extrañar, a quien más se quería. Creo que por fin había descubierto quien era yo.
Con todo eso dentro de mi mochila, que seguía siendo la misma, emprendí el retorno a casa, esta vez, era otro el que tocaría la puerta. Aún así, algunos miedos y preguntas asaltaban mi tranquilidad. Ni siquiera sabía si los encontraría allí mismo, pues nunca tuve más comunicación con ellos, con mis padres.
Al fin, el bus se ha detenido y anuncia que este es el último paradero. Al instante tomo mis cosas y bajo enseguida a tierra firme tras un largo viaje. Camino y camino, una y otra cuadra, hasta llegar a donde sabía que me esperarían.
Cuando volteaba la esquina, próxima a mi hogar, todo me parecía raro y un aire a tristeza me invadió. No hallé más mi casa, era solo un montón de concreto tapado con cartones o más ladrillos que cubrían las ventanas.
EN VENTA, rezaba un letrero viejo en la puerta y confundido aún, pregunté a una señora que pasaba, por los dueños de aquella casa. “Hace seis años que fallecieron, joven. Primero fue la señora y luego su esposo y como nadie reclamó por la casita, creo que la municipalidad la está vendiendo”. El frio y las preguntas volvieron a mi.


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