miércoles, 29 de octubre de 2008

¡Ladra, ladra a la luna, amigo!


Al compañero que ya no está

Una de tantas tardes, en que casi con las justas me asomaba a la puerta a contemplar las miradas serias y aburridas de quienes pasaban rumbo a quien sabe donde. Fue en una de esas tardes, que lo vi tirado sobre la esquina de mi casa.

Mirada triste, muy triste en realidad, piel cayéndose a pedazos, una cola innombrable y las orejas por los suelos. Casi ni alcanzaba a distinguir de qué se trataba. Como quien no quiere la cosa, me acerqué hasta ¿eso? Y pude toparme con un hedor terrible y un despojo miserable en el suelo.

Lo miré y levantó sus ojos, como pidiendo una plegaria y clamor por su vida. Era un siberiano, un perro que tuvo la mala suerte de tener unos dueños insensibles que lo echaron a la calle a penas se infectó de sarna canina (caracha, le dicen).

Me agaché, pensando que haría con este perruno amigo. Mi madre sin duda alguna, no aceptaría un perro en la casa y menos en esas condiciones. Sin embargo, emprendí la cruzada por una causa justa. Hablé con ella para que se quedara el pobrecillo y se negó, pero permitió –luego de verlo- que se quedara en aquel lugar de la vereda y que lleváramos comida cada que podíamos.

Los días pasaron y él recibía comida a cada rato, ya se me había hecho costumbre buscar alimentos hasta debajo de mi cama, para llevárselo. A la semana pudo pararse recién –olvidé contar que con la enfermedad sus patas no le respondían- y hasta se animó a dar uno que otro ladrido y mover su cola, bueno lo que quedaba de ella.

Al cabo de tres semanas, entre mi hermana, mi mamá y yo juntamos dinero para llevarlo al veterinario. Yo lo hice, me siguió todo el camino con una sonrisa –juro que reía- rumbo a lo que significaría su total curación y por ende, tras días de negociación y caritas tristes, su ingreso a mi casa, aprobado por mi mamá. Alegría, para ambos ¿no amigo?

¡Husky, ven, hey Husky, ven! –olvidé otra vez algo, no les mencioné que le puse de nombre Husky, pues era su raza y así le quedaba bien- y él venía. Llegamos al lugar indicado y lo cogí fuerte, casi abrazándolo, no me importaban sus heridas. Al instante, él medico le puso las vacunas y pude llevarme a mi perro, mi amigo a casa.

Los días pasaron, se curó con rapidez y llegó el gran día esperado. Husky por fin podría ingresar a mi casa. Él entro con mucha timidez y recelo, si que era un perro educado. Se puso al lado de todos nosotros y dio tres ladridos –los recuerdo hasta hoy- en señal de gratitud y lealtad.

Fue adaptándose a su nueva familia y nosotros a él. Se hizo mi amigo, me mejor amigo, mi único amigo. Confidente y autentico guerrero de las batallas que ambos emprendimos y de donde salimos victoriosos.

Las mañanas soleadas llegaron y curaron aún más sus pasos. Curaron su ansias de de cariño. Yo también me curé, me sobrepuse a las melancolías tétricas cuando andaba solo y ya por fin alguien acompañaba mis pasos.

Pero así como vienen las cosas dulces, no son duraderas, pues se van con el viento arrasador. Husky se dejó llevar por sus impulsos irracionales o emocionales y volvió a las andadas, volvió a desperdigar sus ladridos bajo algún farol o bajo alguna banca de algún parque. La infección lo encontró una vez más.

Me aferré a la idea de no perderlo y luché con lo que estaba a mi alcance para detener su partida. En esos arranques de no dejarlo salir más para evitar que me dejara. Pero perdí frente a esa sarna. Una tarde sin sol, volví al lugar donde lo había dejado y lo hallé inmóvil, con las patas colgadas y la mirada al cielo buscando algún alivio. Una vez más me quedé sin un amigo, un verdadero amigo.

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